Cada año y como capital de la provincia Hispania Citerior, Tarraco recibía durante unos días a miles de visitantes. Entre otros, la gente más acomodada y poderosa de la provincia.
«Tàrraco fue sin duda, y en primer lugar, la sede del gobernador de la provincia Hispania Citerior, pero luego, y gracias a ello, se convirtió en algo mucho más importante: en un referente para todo el territorio, en la seña de identidad de un gigantesco espacio que cruzaba la Península de este a oeste y unía a pueblos que, por sí solos, repelían cualquier intento de unificación. Fue sin duda el papel que jugó Tarraco en la historia peninsular, a partir de la muerte de Augusto uno de los elementos determinantes de la romanización y del desarrollo histórico de toda Hispania.»
«En cualquier caso, Tarraco muestra una imagen de sociedad abierta […], en este sentido, se vislumbra como una copia a pequeña escala de Roma, que abría sus puertas a los inmigrantes de todo el Imperio romano.»
Estos dos pequeños textos del historiador Francisco Javier Navarro y del epigrafista Géza Alföldy nos dan la clave para entender el enorme poder de atracción que ejerció nuestra ciudad en época romana. Como capital de una provincia, la Hispania Citerior o Tarraconense, la más grande del Imperio, Tarraco acogía durante unos días a delegados de los siete conventus que formaban parte de la provincia. La gente más acomodada y poderosa de la provincia acudía a ella con familiares, amigos, clientes, libertos y esclavos para participar en la elección del flamen anual para el culto de la familia imperial. Esta elección tenía lugar en el llamado Concilium Provinciae Hispaniae Citerioris, y, con toda probabilidad, se hacía en el área sacra del gran complejo monumental que hoy conocemos como el foro provincial de Tarraco.